ISSN electrónico: 2172-9077

DOI: https://doi.org/10.14201/fjc201919149165

FORMAS DE LA DISIDENCIA. SINERGIAS ENTRE FORMA Y DISCURSO EN LOS FILMES DE TEMÁTICA SOCIAL DE NIEVES CONDE: EL CASO DE Surcos (1951)

Forms of Dissidence. Synergies between Form and Discourse in the Social Themed Films of Nieves Conde: The Case of Surcos (1951)

Rubén HIGUERAS FLORES

Personal Investigador en Formación Universidad Complutense de Madrid, España

E-mail: rubhigue@ucm.es

http://orcid.org/0000-0002-7849-9791

Fecha de recepción del artículo: 21/03/2019

Fecha de aceptación definitiva: 09/10/2019

Resumen

En el presente texto pretendemos exponer el fértil aparato significante desplegado en los largometrajes de temática social dirigidos por José Antonio Nieves Conde. Mediante el análisis textual de un filme paradigmático como Surcos, se evidencia la manera en que los mecanismos enunciativos forjan y refuerzan el discurso del texto, revelando un dispositivo enunciativo de inusitada riqueza y singular hibridez cuyas imágenes se aproximan a un registro aparentemente realista tomando como referencia opciones estéticas paradójicamente opuestas por su alto grado de estilización.

Palabras clave: Cine Español, Nieves Conde, Análisis Fílmico, Forma Fílmica; Posguerra Española; Franquismo.

Abstract

In the present text we intend to expose the fertile significant apparatus displayed in the social themed feature films directed by José Antonio Nieves Conde. Through the textual analysis of a paradigmatic film such as Surcos, we demonstrate the way in which the enunciative mechanisms forge and reinforce the discourse of the text, revealing an enunciative device of unusual richness and singular hybridity, whose images approach an apparently realistic register, taking paradoxically opposite aesthetic options as a reference in their high degree of stylization.

Key words: Spanish Cinema, Nieves Conde, Film Analysis, Film Form; Spanish Postwar; Francoism.

1. Introducción

Aunque la elaborada escritura fílmica de Nieves Conde constituye un valor primordial de su filmografía, fueron los cuantiosos problemas y encontronazos con el gobierno franquista y/o la Iglesia ocasionados por sus filmes de corte social los que aportaron relevancia historiográfica a su cine. Sin embargo, tanto Surcos como El inquilino y Todos somos necesarios (filme que no padeció los contratiempos que acosaron a los dos primeros títulos) presentan un dispositivo enunciativo de inusitada riqueza y singular hibridez, hasta el extremo que podemos afirmar que sus imágenes se aproximan a un registro aparentemente realista tomando como referencia opciones estéticas paradójicamente opuestas en su nivel de estilización.

Nuestra pretensión a lo largo del presente artículo será la de analizar el fértil aparato significante desplegado en uno de esos textos, tratando de exponer de qué manera los mecanismos enunciativos forjan y refuerzan (e incluso comentan) ese mensaje, partiendo de la consideración de que la forma es el lugar donde se trabaja la significación fílmica. Tratamos, en esencia, de abordar la dialéctica entre los dos planos del signo, forma y contenido, que Hjelmslev (1971) formulara en el campo de la lingüística, trasladándola a la gramática cinematográfica mediante un texto fílmico de la singularidad de Surcos.

2. Viaje a ninguna parte: Surcos (1951)

Dos rótulos sirven de pórtico a la acción dramática de Surcos. El primero, atribuido a Eugenio Montes (a la sazón, autor de la idea original desde la que el filme germinaría), reza:

Hasta las últimas aldeas llegan las sugestiones de la ciudad convidando a los labradores a desertar del terruño, con promesas de fáciles riquezas. Recibiendo de la urbe tentaciones, sin preparación para resistirlas y conducirlas, estos campesinos, que han perdido el campo y no han ganado la muy difícil civilización, son árboles sin raíces, astillas de suburbio, que la vida destroza y corrompe. Esto constituye el más doloroso problema de nuestro tiempo.

Desde sus primeros compases, se pretende dejar constancia de que el largometraje que el espectador se dispone a ver alberga un mensaje, una tesis, elaborada por una instancia exterior legitimada intelectualmente, una subjetividad que se inscribe en el texto mediante una suerte de declaración de intenciones firmada –en este caso, por Eugenio Montes, falangista temprano y cronista de ABC en la Italia fascista. El segundo rótulo precisa: «Esto no es símbolo, pero sí un caso, por desgracia, demasiado frecuente en la vida actual», apuntando finalmente que la película ha sido «declarada de interés nacional». En efecto, la voluntad del discurso del texto es la de (re)presentar la peripecia dramática de una unidad familiar de manera que ésta trascienda su naturaleza particular y ficcional para erigirse en simbólica representación de los problemas económicos y sociales que el resto de integrantes de las clases populares españolas padecían a mediados del siglo XX, ocasionados por la política económica autárquica que rigió el primer franquismo y que solamente llegaría a su fin con la aplicación del Plan de Estabilización de 1959, inicio del franquismo desarrollista que duraría hasta la muerte del dictador. El intervencionismo y el aislamiento económico fueron los pilares de una deficiente y empobrecedora política económica, que, unida a la dañada capacidad productiva del país tras tres años de guerra civil, desembocó en una deficiente asignación de los recursos productivos y la creación de diversos organismos interventores (como la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes), así como de las cartillas de racionamiento. Como consecuencia de ello, se produjo el brote de un mercado negro conocido como «estraperlo».

Las propuestas fílmicas de José Antonio Nieves Conde a lo largo de la década de los cincuenta poseen en sus raíces el inconformismo falangista crítico con el proyecto político-ideológico-social del régimen franquista que comenzó a formularse en determinadas manifestaciones culturales durante dicho período al considerar que éste había traicionado el espíritu social del movimiento nacionalsindicalista ideado por José Antonio Primo de Rivera. Nos encontramos con «la idea de un falangismo social, renovador y hasta izquierdista […] que entre los años 1945 y 1955 aireó con energía ideas y opiniones que bordeaban muchas veces los límites de la censura oficial» (Mainer, 1971, p. 64), interesado en la recuperación de las posturas críticas del regeneracionismo de la generación del 98 como resistencia ideológica al franquismo, manifestado en publicaciones como La Hora, Haz, Alférez, Alcalá, Índice, etc.

Los universos diegéticos del cine del realizador segoviano retratan un clima social asfixiante y claustrofóbico (consecuencia del proceso autárquico) y un país empobrecido e insalubre, sofocado por marcadas diferencias de clase y alejado, por tanto, de las aspiraciones originarias de Falange. Debemos entender estas manifestaciones fílmicas disidentes como producto del coetáneo ambiente cultural incipientemente crítico con el régimen franquista que emergía tras años de férreo control ideológico.

3. Masa y violencia

Las constantes agresiones verbales y la gestualidad crispada de los personajes construyen una atmósfera violenta y de amenaza constante para la integridad de los protagonistas. La hostilidad del medio urbano se manifiesta tempranamente, a escasos segundos de la llegada de los Pérez a Madrid. El primer contacto que mantienen con uno de sus habitantes acarrea que éste les recrimine su falta de atención al caminar por el andén de la estación. Los planos de la familia durante estos primeros minutos de metraje los retratan en conjunto, subrayando una unidad familiar que será rápidamente abandonada en pos de la individualidad, de la búsqueda de un lugar propio en la capital por parte de cada uno de los consanguíneos.

La animosidad del nuevo espacio y de sus pobladores vuelve a manifestarse a bordo del vagón de metro que transporta a la familia a Lavapiés: entre sus propiedades, los Pérez portan unas gallinas, lo que genera la hilaridad del resto de pasajeros. El plano general que capta la situación condensa figurativamente la esencia del relato: en un vagón repleto de pasajeros agolpados, los protagonistas aparecen arrinconados en la imagen. Es la primera dificultad que los Pérez encuentran a su llegada a Madrid para ganar su espacio propio en una urbe que ya acusa un excedente obrero a consecuencia de la migración rural.

En estas escenas iniciales, los Pérez aparecen en tránsito, desplazándose de manera continua, tanto horizontal como verticalmente (desde la planta baja de la corrala hasta el piso superior donde vive el familiar que los acogerá). La familia protagonista no dejará de desplazarse durante la totalidad del metraje. Su peripecia dramática es un tránsito perpetuo: el relato se inicia con el tren que transporta a los Pérez a la ciudad y concluirá con el que los devuelve a su hábitat rural natural, expelidos finalmente por esa ciudad que los rechaza desde el primer instante que ponen un pie en ella.

El progenitor, Manuel (José Prada), y uno de sus hijos, Manolo (Ricardo Lucía), serán víctimas de un nuevo episodio de hostilidad por parte de los madrileños durante su visita a la oficina de colocación: el proletariado (los oriundos, pero también aquellos que emigraron con anterioridad) observa con animosidad a los emigrantes del medio rural, pues constituyen un adversario más en la búsqueda de las escasas posibilidades laborales que la ciudad ofrece. El excedente de mano de obra genera una pugna social por un trabajo cada vez más precarizado que asegure el pan en la mesa. La individualista lógica de la supervivencia, de la que el dinero es codiciado garante, se erige en principio rector de este universo metropolitano. Pili (María Asquerino) lo enuncia con una elocuencia que hiere: «Yo me casaré con quien tenga pasta». El dinero es el valor supremo al que el resto de los bienes y principios se supeditan.

La primera imagen que aparece en pantalla de la corrala donde se encuentra la casa de la tía de la familia protagonista en la que sus integrantes se alojarán inscribe en las bandas de imagen y de sonido sus rasgos definitorios. Se trata de un espacio saturado visual y auditivamente: el ruido (sonoro y visual) se cifra en una molesta amalgama de conversaciones y gritos y en la aglomeración de figuras, que abarrotan los espacios comunes.

Por un lado, entonces, un claustrofóbico encierro en espacios pequeños, compartidos, superpoblados, inhóspitos. Pero por otro, –y he aquí la brillantez final de tan elaborado discurso– una cárcel urbana en la que tampoco puede uno colocarse, ni sentirse en casa, ni descansar. Cada secuencia del film, con escasísimas (apenas una o dos, y no insignificantes) excepciones, se estructura a partir de la salida o la lIegada (o incluso ambas cosas a la vez) de uno o más personajes, insistiéndose además en el trayecto recorrido, repitiendo en bucle la construcción circular del film (llegada-retomo, todavía más nítida y marcada en el guión original). Los personajes llegan y se marchan, nunca se detienen aunque siempre están parados, pelean por un fragmento de terreno que puede llegar a parecer suyo pero que, a la postre, le es siempre negado (Castro de Paz, 2000, p. 45).

La ciudad aparece retratada como ente orgánico y vivo merced a la población que se mueve por sus arterias de asfalto, una masa social proletaria que asume un rol antagónico al de los Pérez1. Constituye una masa guiada por su instinto de supervivencia, lo que, en un tablero urbano de precariedad, acarrea un enfrentamiento social en el que se desecha toda aprensión moral o ética2. En torno a la moral (y su ausencia) gravita la etológica representación del entramado social de los barrios populares y poblados de inmigrantes de Madrid en Surcos. Empujados a la lucha por la subsistencia, los urbanitas asumen un comportamiento amoral sin plantearse modos de actuación alternativos. Su necesidad vital de alimentarse los impele hacia la actividad delictiva. En este sentido, la corrala constituye un microcosmos voraz en el que el «salvajismo y (…) la animalidad que preside el comportamiento instintivo e irracional de la muchedumbre» (Pena, 2000, p. 38) resulta palpable –cfr. el robo de la gallina de los Pérez por una masa hambrienta movida por la voracidad–. La tía de los Pérez indica a los protagonistas el cambio de paradigma: «Aquí el dinero se gana de otra manera: siendo espabilao y estando en todo». Contados largometrajes de ficción levantan acta de las trágicas consecuencias que una errónea política económica conlleva para las clases sociales menos favorecidas con la rotundidad con que Surcos hace.

4. Proceso de corrupción y humillación de la familia

Manuel será testigo de cómo su poder patriarcal se diluye rápidamente en un medio en el que imperan otros códigos (a)morales. Su fuerza de trabajo es devaluada: incapaz de afrontar trabajos pesados a causa de su avanzada edad y carente de la suspicacia suficiente como para dedicarse al estraperlo, su posición como cabeza de familia se degrada, siendo relegado al desempeño de labores domésticas. El encadenado entre el primer plano del personaje tras su fracaso laboral como peón industrial con la imagen de éste fregando que inicia la siguiente secuencia establece la relación causal que vincula ambas situaciones.

Tras la confiscación del género que vendía (más de cincuenta duros, según se nos informa), Manuel es puesto a pelar patatas en la cocina, denigrado en su tradicional virilidad y en su posición de cabeza de familia. Con ello se devalúa también la ley paterna y el código de conducta tradicional que la figura paterna representa3. Manuel es físicamente expulsado de ese núcleo familiar que constituye la mesa alrededor de la que se reúnen los Pérez y su anfitriona a las horas de las comidas. En ella, una bicéfala autoridad femenina lo reemplaza: la madre biológica (María Francés) y la adoptiva de la prole, Engracia (Carmen Sánchez). Éstas aparecen ocupando ese epicentro físico alrededor del cual se congrega el resto de los personajes, representantes de ese nuevo código de conducta urbano que reemplaza a la devaluada ley paterna (y rural). La madre se impone al padre, privándole de la palabra: «Le pareció poco lo de peón», responde cuando Pepe (Francisco Arenzana) pregunta por su ascendiente tras sorprenderse viéndole ejercer labores domésticas. «Yo...», intenta replicar el progenitor, pero su voz es acallada por la de su esposa: «Tú a lo tuyo, ya está todo explicado», zanja ésta. Consecuencia de lo enunciado será el desafío de Pepe a su progenitor cuando este último se oponga al concubinato del primero con Pili. Pepe se enfrenta y vence a la ley paterna porque ésta ha sido previamente devaluada y porque el dinero que aporta a la casa le otorga poder.

Similar rechazo al paterno experimentará el menor de los hijos varones (que, no casualmente, comparte nombre con su progenitor) tras haber sido víctima de un robo. Abatido, solo encontrará reproches y ataques por parte de unos familiares que no se solidarizan con el joven («Si ya lo decía yo: no vale pa ná el bobo este», afirma Pepe). Manolo aparece en un extremo de la estancia, mientras que el resto de los personajes ocupan el otro, alrededor de la mesa en la que él (al igual que su progenitor) no tiene derecho a sentarse para cenar. En un plano de conjunto, la gigantesca figura de la madre, símbolo de su poder, merced a que ésta ocupa el primer plano visual de la imagen contrasta con la empequeñecida de Manolo al fondo. Ante los ataques continuados de sus consanguíneos, el joven huye de tan asfixiante atmósfera. Únicamente su padre, víctima también de la humillación familiar, sale corriendo tras él, intentando evitar su marcha. Un plano general muestra su solitaria y desconsolada figura perdiéndose en la noche madrileña...

La enunciación explicitará la escisión moral entre los miembros de la familia durante la secuencia que acontece en el Teatro La Latina:

Entre el público, la familia, dividida entre la corrupción generalizada y la rectitud del patriarca, situada en filas diferentes, pero significativamente mostrada en planos similares tanto por su tamaño y ordenamiento interno como por la posición del aparato (oblicua con respecto a la fila de butacas, con el personaje a la derecha del encuadre en primer término); así, el trío padre-Rosario-Manolo se contrapone formal y semánticamente al formado por la señora Engracia (la corrompida madre suplente)-Pili-Pepe. (Castro de Paz, 2000, p. 46)

En un filme transitado por oposiciones y dualidades, Surcos establece claras oposiciones entre sus personajes: a la corrompida pareja formada por Pepe y Pili se le contrapone la integrada por Manolo y Rosario, la hija del titiritero. Si los primeros practican el concubinato, los segundos respetan la tradición («Claro que nos queremos, pero como Dios manda», deja claro la joven al conocer al padre de su novio). Si la trama protagonizada por Pepe se sustenta en mimbres procedentes del universo del cine negro –conformando un «thriller en toda regla donde la perspectiva social es sólo un ligerísimo barniz que sitúa a los personajes y a las historias dentro de unas condiciones proclives a la seducción del crimen y el hampa» (Deltell, 2006, p. 171)–, la de Manolo «contiene una gran carga melodramática: un hijo que se marcha de casa por honradez y busca todos los medios para ser reconocido de nuevo por su familia, y esa salvación la encuentra en el amor de una mujer» (Deltell, 2006, p. 170).

A lo largo del metraje el espectador será testigo de la humillación de la familia protagonista, pues sus esperanzas de encontrar un próspero futuro en suelo urbano serán aniquiladas. Como señala Castro de Paz (2000, p. 46), «únicamente Manolo encontrará acomodo verdadero en casa de Rosario y su padre, el titiritero, y, lógicamente, las secuencias desarrolladas en la modesta vivienda no se verán afectadas por el virus del tránsito a ninguna parte que parece vertebrar el resto [del] conjunto». Durante la cena que tiene lugar la primera noche de los Pérez en la capital, un primer plano de Pepe, el hijo mayor que había mantenido una primera toma de contacto con la ciudad mientras hacía la mili, revela la ingenua imagen que de la vida urbana se habían generado los miembros del clan: «Por eso les decía a éstos [sus consanguíneos]: en el pueblo siempre seré igual; en cambio, en la capital, le viene a uno la ganancia a las manos na más querer». «Pepe tiene mucha razón: aquí todo el mundo vive», añade la madre. La conversación es interrumpida por la irrupción de una niña vecina, que solicita a Engracia un cuarto de alubias. «¿Traes la pasta?», pregunta con resquemor la tía de los Pérez. «Dice mi madre que le pagará en cuanto que mi padre trabaje, que va a ser pronto», responde la infanta (ocasionando, en consecuencia, el rechazo de su petición). La premonitoria irrupción de esa realidad social que los Pérez desconocen de la vida en la ciudad (la penuria, la hambruna y la falta de trabajo), a la que apenas se le permite atravesar el umbral de la puerta, es sintomáticamente ignorada por la familia protagonista, que prosigue con su cena insensibles ante la carencia de alimentos que padecen sus vecinos.

El proceso de corrupción moral del que será objeto una parte de los Pérez aparece diáfanamente expuesto a través del personaje de la hija, Tonia (Marisa de Leza), el único «que no está construido de antemano y cuyo carácter evoluciona a lo largo del relato» (Pena, 2000, p. 39). En la habitación de Pili, Tonia queda fascinada ante los recortes de fotografías que cubren la pared que tiene frente a ella. Es en este instante cuando Tonia confiesa sus aspiraciones: «Pienso que podría ser cupletista. Yo sé cantar.» La ingenuidad de la menor de los Pérez (acorde con las esperanzas con las que la familia llega a la capital) contrasta con el desencantado pragmatismo de Pili, curtida en la ingrata subsistencia metropolitana: «No seas idiota. Yo sé otras cosas y ya ves: vendo pitillos», le responde. Tumbada en la cama, la mirada de Tonia observa con anhelo la ropa que su compañera de habitación va arrojando sobre una silla conforme se desnuda para meterse en la cama. Tonia queda fascinada por sus medias, que denotan una madurez sexual a cuyas puertas se halla la joven. Una vez dormida Pili, Tonia las acaricia. En la pared que se encuentra sobre su cabeza están las fotografías que han catalizado su deseo de ser cupletista, ocupando el lugar simbólico de sus sueños y aspiraciones. La cámara enlaza con su movimiento el triángulo de factores movilizados en la secuencia, situando (no casualmente) a Tonia entre ambos, pues es su deseo el que articula tal relación (medias-Tonia-fotografías).

Unas secuencias más tarde, otras medias, las que encuentra en la casa propiedad de la amante de Don Roque en la que entra a trabajar como empleada doméstica, se convierten en su particular objeto de deseo, simbolizando su voluntad de aspirar a ese nivel de bienestar4. Aprovechando su ausencia, Tonia viste las ropas de su jefa, poniéndose en su piel; situación que resulta premonitoria: la menor de los Pérez terminará convirtiéndose en la nueva «querida» del amoral Don Roque. En el universo urbano de Surcos, las personas son reemplazables entre sí, cual útiles de los que servirse para fines particulares.

Resulta significativo que sea en el preciso momento en que Tonia ha mudado su apariencia, adoptando la de la amante de Don Roque, cuando contemple el reflejo de su cuerpo en el espejo del dormitorio. A partir de entonces, se produce un cambio en la actitud del personaje, consciente de su sexualidad. Cuando Don Roque, informado por la joven de que ha provocado una carrera en las medias de su querida, le pregunte para qué se las puso, Tonia replicará notoriamente molesta: «¿Es que una no tiene piernas?». Don Roque dedica una larga mirada a las extremidades inferiores de la joven. En su rostro puede percibirse el nacimiento del deseo, que va a determinar el proceder del personaje para con la muchacha a partir de este instante. Al despedirse, acaricia la barbilla de Tonia mientras le indica que le diga a su progenitora que le visite la mañana siguiente... Poco después, el cambio en la actitud de la joven (fruto del referido autodescubrimiento tras ponerse las medias) se evidencia a su llegada a la corrala donde vive con sus familiares: canta y camina simulando bailar, sabedora del deseo sexual que su cuerpo despierta entre los vecinos jóvenes.

Don Roque va a adoptar la apariencia de una figura paterna para la joven (pagará sus estudios de cante y la agasajará con ropa, complementos y encajes de seda)5, máscara de la que se servirá para derrumbarla anímicamente y someterla a su voluntad, acostándose con ella en una noche en la que se destruyen todas las ilusiones de Tonia. Acariciando la consecución de su sueño, ésta se topará de bruces con el sabotaje de su actuación en un concurso de talentos celebrado en el Teatro La Latina por parte de un trío de alborotadores a sueldo de su padrino. Tras el fracaso de la actuación de Tonia, la cámara otorga primacía visual a las caricias de Don Roque sobre la cabeza de la desconsolada muchacha (a ellas dedica el primer plano del encuentro entre ambos personajes). Un plano de mayor escala muestra la posición erguida de Don Roque frente al cuerpo de Tonia, que permanece sentada y cabizbaja, evidenciando el dominio sobre la joven del que goza el personaje masculino, quien le acaricia la barbilla en un nuevo gesto de falsa compasión (y prolegómeno de contactos mayores). «Vaya, vaya. No te pongas así», le dice simulando querer consolarla. El contacto físico entre los dos caracteres se acrecienta: el pérfido personaje la coge del brazo y le pasa el brazo por encima del hombro, dándole unas palmadas de ánimo, mientras la lleva hacia el exterior. La dualidad maquiavélica del personaje se evidencia cuando, acto seguido, toca también el hombro de su compinche para felicitarle por el trabajo de sabotaje. La culminación de esta escalada de intimidad en el contacto físico entre Don Roque y Tonia será elidido: la joven marcha con su falso protector en un coche de funerario color negro, camino de entregarle su cuerpo. La secuencia se clausura con el «amplio y doloroso golpe musical» (Castro de Paz, 2000, p. 44) de la partitura de Jesús García Leoz que acompaña cada fracaso y decepción de los Pérez, transmitiendo su tono fatídico.

Un foco de luz sobre el rostro del progenitor de los Pérez transcribe su rabia e impotencia tras haber contemplado las mofas de los madrileños hacia su hija, tras haber sido testigo de cómo los habitantes de la ciudad en la que intentan integrarse se ríen de sus ilusiones de futuro, culminación de esa cadena de humillaciones que padecen los integrantes de la familia protagonista a lo largo del metraje. Este episodio marca un nuevo cambio dramático en el personaje, que volverá a ganar autoridad y a retomar su rol de cabeza de familia.

Sorprendentemente, el relato no sancionará a Don Roque por su inmoral proceder y delictivas actividades, que enmascara bajo una apariencia de falsa respetabilidad burguesa: tras haberse deshecho del moribundo Pepe (que había osado plantarle cara) arrojando su cuerpo malherido a unas vías ferroviarias desde un puente, el personaje sale de escena (para no volver a aparecer en el escaso metraje restante) mediante la dilusión de su figura entre la humareda del tren que circula bajo sus pies (y que descuartiza el cuerpo de Pepe en fuera de campo). Un manto de simbólico humo encubre sus huellas delictivas: Don Roque es el representante en la ficción de los muchos delincuentes de baja estofa que operan en las calles amparándose en el anonimato…

Paradójicamente, este personaje íntegramente negativo es el único que posee un espacio propio en el filme, pues es el propietario de cuatro de los interiores en los que se desarrolla parte de la trama: el bar (con su despacho), la casita con garaje que habitan Pepe y Pili y la vivienda de su querida. La tesis es, pues, evidente: «El espacio en Surcos se obtiene sólo por medio de la corrupción personal»; discurso que Deltell (2006, p. 181) vincula con la ideología falangista que se encuentra en la base del proyecto: «La posesión del dinero y de la propiedad se encuentra muy alejado de los postulados del falangismo hedillista, que apoyaba la vivienda social, la banca sindical y el derecho a la propiedad de una forma mínima y casi insignificante».

De igual manera, no es casual «que los Pérez provengan de la Castilla conservadora, de Salamanca, región que apoyó el alzamiento militar, y se perviertan en una ciudad como Madrid, de carácter más republicano y liberal» (Deltell, 2006, p. 164).

5. Recursos formales

Surcos es un filme atravesado por relaciones de contraposición y de concordancia (rimas y oposiciones argumentales, secuenciales, visuales...) que generan una tensión latente en el cuerpo del texto. En diversos instantes del metraje, la enunciación establece diferencias o correspondencias entre situaciones dramáticas mediante su enlace Inter secuencial. Señalemos algunas de las más representativas: el picado que muestra a la multitud de hambrientos vecinos de la corrala en la que se alojan los Pérez intentando coger las gallinas sustraídas a la familia protagonista para comérselas encadena con un plano de conjunto de los Pérez alrededor de la mesa, terminando de cenar otra gallina; el plano en que Manolo se topa con la verja del cuartel tras quedarse sin ración alguna de la comida de rancho repartida encadena con la imagen del escaparate de una tienda de alimentos a rebosar (la verja anterior es sustituida aquí por el cristal del mostrador, que excluye nuevamente al personaje del acceso a la comida y establece una simetría entre ambas imágenes), evidenciando que el problema de la hambruna era padecido por las capas más pobres de la población; la imagen del recipiente vacío que Manolo deja caer al desmayarse por el hambre da paso a un plano del personaje ingiriendo con celeridad la comida de un plato en el interior de la vivienda del titiritero; la imagen en plano general del cuerpo de Pepe tendido bocabajo es seguida por corte directo por un plano picado de Pili, cuya cabeza reposa sobre el libro que estaba leyendo antes de quedarse dormida...

No obstante, la rima visual que cohesiona el discurso del filme es aquella que se establece entre su inicio y su final: la imagen de la tierra (esa tierra que el padre toma en su mano y besa, sentenciando que «hay que volver» al campo que abandonaron) cayendo sobre el féretro de Pepe (la muerte del primogénito simboliza la erradicación de toda posibilidad de sembrar la semilla de la familia en la ciudad, la posibilidad de labrarse un futuro en ella) encadena con el plano de los surcos del campo al que regresa la familia, siendo ésta la misma imagen sobre la que aparecía el título del filme al inicio del metraje. Surcos comienza y concluye con imágenes de un metonímico espacio rural, porción simbólica de ese lugar que encarna los valores tradicionales y que será la única que contemplemos en todo el filme de esa tierra de la que proviene la familia protagonista y a la que retornará, expelida por una urbanidad nociva que la ha devorado y herido para siempre con la pérdida del primogénito. El relato se cierra, pues, de manera especular (como hemos apuntado, el segundo plano de la película es el mismo que el penúltimo), pero el sentido de esa idéntica imagen varía: en su (re)aparición final, ésta posee un hálito amargo al denotar el fracaso de los personajes, obligados a retornar al punto de partida del relato6. Como apunta Castro de Paz (2000, p. 45),

la idea compositiva de la figura del surco inicial, que rima con la de la vía del tren como fondo de los créditos del film, se relaciona en cierta forma con la de las líneas paralelas atravesando el encuadre una y otra vez –y de las cuales las muy utilizadas (mucho más de lo narrativamente necesario) escaleras con sus barandillas del (no)hogar madrileño de los Pérez son ejemplo paradigmático, pero presentes también en las rejas que se cierran sin que Manolo pueda beneficiarse del rancho militar o aquellas otras que Pepe se apresura a cerrar tras cada viaje nocturno–; idea, en fin, de limitadora y agobiante reja carcelaria a la que los personajes parecen estar fatalmente abocados.

En efecto, la escritura de Nieves Conde delinea un universo diegético claustrofóbico en el que los interiores, cerrados y oscuros, parecen confinar a los personajes. La presencia en los encuadres de líneas que atraviesan la imagen de manera vertical, horizontal o transversal potencia esa impresión de encierro de los personajes. Por ejemplo, las barandillas de la escalera de la corrala son rentabilizadas compositivamente por el realizador: en algunos planos, los personajes son filmados a través de esas líneas verticales (que ocupan un primer término visual), de manera que parecen encontrarse encarcelados7. De similar manera, numerosas composiciones visuales muestran a los personajes mediante reencuadres que limitan (aún más) el campo visual y el aire alrededor de éstos, en ocasiones con una clara finalidad estética8. Los Pérez no encontrarán alivio en los exteriores, donde una masa hambrienta y violenta parece rodearles, prestos a abalanzarse sobre ellos (véase la secuencia del parque en la que el progenitor acaba rodeado de niños). Este uso dramático y opresivo de la arquitectura espacial urbana remite a uno de los cineastas más admirados por Nieves Conde: el vienés Fritz Lang (no en vano, estudiante de arquitectura en sus inicios), y, con ello, al universo del film noir, tan decisivo en la configuración plástica del filme que nos ocupa.

6. Naturaleza híbrida

Lo expuesto contradice el hipotético realismo del filme, objetivo confeso del propio cineasta; realismo que la publicidad en prensa proclamaba como reclamo comercial y que la crítica corroboró sin asomo de duda. La base proporcionada por el guion se nutre de la herencia del realismo de la literatura española: Surcos refleja un hecho histórico (la migración del campo a la ciudad a mediados del siglo XX en España) y diversas problemáticas de la sociedad española de la época de realización del filme (el hacinamiento de las viviendas, el estraperlo, el éxodo de trabajadores rurales a la ciudad)9 ubicadas dramáticamente en espacios reales que exhiben una física materialidad en pantalla (la rugosidad de los muros y paredes de las ruinas entre las que deambula el menor de los Pérez) y/o reconocibles para el espectador10. Algunas situaciones dramáticas del filme que parecen estar inspiradas en la realidad cotidiana son las referidas a la pobreza generalizada de las clases populares (cfr. la imagen de gente sin recursos haciendo cola frente al cuartel para comer de la caridad), la insalubridad (el hacinamiento, la higiene personal reducida al uso de fuentes públicas para asearse) y ruindad de los barrios populares (las ruinas de edificios en las que Manolo intenta lavar su camisa con agua de una fuente pública).

Es en la traslación de ese guion literario a imágenes, en su puesta en escena, donde se introducen una serie de códigos estéticos, relativos al punto de vista del dispositivo, la iluminación o la escenografía, que distancian al filme del realismo, pues el realismo cinematográfico no depende únicamente de la representación de una realidad social en pantalla, sino también de la verdad del hecho filmado. El realismo cinematográfico no deja de responder a una estética determinada (y opciones formales y narrativas que aspiran a lograr una impresión de realidad en el público) en la misma proporción que el formalismo. Como bien expuso Bettetini (1982, p. 107),

[l]a representación que hace el cine, su «puesta en escena» de la realidad, se realiza a través de un trabajo complejo de reelaboración que no tiene nada en común con una actividad banalmente reproductiva de una objetualidad brutal y naturalmente «real». El cine no representa una realidad inerte e insignificante sino un complejo de objetos ya articulados según un sistema semántico, que, a su vez, reenvía a un sistema de valores.

La transparencia y neutralidad enunciativa que se presume a una voluntad realista (que lleva aparejada la invisibilidad de una enunciación silente y la mínima manipulación de las imágenes que muestran el acontecimiento retratado) se diluye para dar paso a la evidencia de una instancia enunciativa que elabora estéticamente las imágenes. En este sentido, numerosos planos de Surcos muestran una posición de cámara que no asume la neutral altura de los ojos, introduciendo una voluntad de elaboración formal que se traduce en picados, contrapicados y angulaciones antinaturales. El acentuado picado que muestra a Manuel, su hijo menor y Rosario alrededor de la mesa tras el fracaso de Tonia en el Teatro La Latina es una buena muestra de ello. La cámara asciende desde la espalda del progenitor, evidenciando con su movimiento la poco natural angulación que adopta.

Fijémonos en un plano filmado desde el interior del garaje en el que viven Pepe y Pili. El primero se encuentra debajo de un vehículo, reparándolo; la segunda llega al espacio desde el exterior. Para retratar tal estampa, son invocadas diversas soluciones visuales que dotan de una evidente elaboración formal y complejidad compositiva a la imagen. La cámara se sitúa a ras de suelo para que pueda verse al personaje masculino, mostrando así mismo parte del techo de la estancia. El primer término visual lo ocupan diversos objetos del espacio, de manera que el espectador ha de ver la acción a través de ellos gracias a una profundidad de campo y a la óptica angular que permiten ver cómo la mujer traspasa la verja y se aproxima al interior del garaje para terminar situándose justo delante del objetivo de la cámara, de manera que su agigantada figura obstaculiza la visión del hipotético espectador al ocupar parte importante del campo visual.La profundidad de campo es uno de los estilemas de la puesta en escena de Nieves Conde, de sistemático empleo a lo largo de toda su filmografía. Surcos abunda en planos en los que el director se apoya en ella para capturar en el interior de un mismo encuadre la representación de una suerte de instantánea de la cotidianeidad de los barrios populares de la época (cfr. el elaborado plano de la feria, cuya profundidad de campo es subrayada por el recorrido del objeto que es lanzado).

Del mismo modo, la impresión de realismo que algunos escenarios desprenden esconde una hábil manipulación del espacio: la reconstrucción de la corrala en estudio se realizó para posibilitar que la cámara se ubicara en el lado que supuestamente ocuparía una pared, de manera que se permitiera a la cámara posicionarse en una porción del espacio que hubiera resultado imposible de ocupar en la realidad debido al reducido espacio mediante entre las escaleras por las que ascienden los Pérez y el referido tabique.

Surcos es un filme de naturaleza híbrida cuyas tensiones y dualidades configuradoras otorgan vigor a su discurso. Argumentalmente, mixtura el costumbrismo y la descripción etológica de tipos, comportamientos, ambientes y espacios populares del Madrid de la época, que hereda de su formulación embrionaria como sainete, con la turbiedad moral y la representación de situaciones delictivas propias del cine negro y criminal, de los que también retiene características definitorias como su relación dialéctica con el presente histórico de la sociedad en la que se gesta, determinados códigos iconográficos –escénicos (el espacio urbano), atmosféricos (la nocturnidad) y lumínicos (la raíz expresionista que nutre fotográficamente su estética)11– y arquetipos reconocibles –la caracterización de personajes como El Chamberlaine, Pepe (el arquetipo del pobre individuo corriente manipulado por una mujer que lo conduce hacia la autodestrucción tan habitual en el género) o Pili, suerte de castiza femme fatale que cataliza la muerte del segundo con su envidia y ambición. Así, «lo chulapo y lo cañí se materializan en el bar, la corrala y el teatro, donde se presentan los lugares reconocibles del universo madrileño, aunque también la trastienda del bar y el garaje pertenecen a los espacios del cine negro americano» (Deltell, 2006, p. 176). Del mismo modo, las tramas que conforman el metraje de Surcos pueden dividirse con meridiana facilidad según su adscripción a modelos fílmicos bien distintos: por un lado, las historias protagonizadas por el progenitor y el hijo menor se adscriben al cine social, la trama (principal, pues estructura el filme en su integridad) de Pepe se adentra en motivos argumentales y estéticos propios del film noir12.

El claroscuro lumínico y la dureza de una fotografía que acentúa la diferencia entre luces y sombras en las imágenes que caracterizara al cine negro y criminal en su período clásico posee su origen en el universo estético del expresionismo cinematográfico alemán. La plasmación en el plano formal de un contexto social oscuro y amenazante, cuando no de la delirante psique de los personajes, de los filmes germanos fue inteligentemente importada por los estudios hollywoodienses para la creación de atmósferas urbanas de pesadilla que transmitieran una sensación de inseguridad e inestabilidad constante; peligrosas, por tanto, para la integridad física de los personajes. Espacios reconocibles sometidos a un proceso estético que desvelaba lo siniestro que anida en ellos. Es precisamente esa iluminación en clave baja la que Sebastián Perera y Nieves Conde emplean en Surcos para fotografiar las calles y los interiores madrileños, con zonas fuertemente iluminadas y otras de negros profundos con sombras marcadas. La capital española aparece así retratada como un espacio inhóspito y amenazador para la familia protagonista. Al mismo tiempo, la dureza de la luz (que desnuda a la imagen de todo edulcora miento visual) en el filme debe mucho de la conquista de cierto realismo (social) noir que películas de la Twentieth Century Fox como Mercado de ladrones (Thieves’ Highway, Jules Dassin, 1949) o Yo creo en ti (Call Northside 777, Henry Hathaway, 1948) estaban alcanzando en Norteamérica merced a la irrupción de equipos cinematográficos más ligeros (permitiendo, por tanto, el rodaje en exteriores) y de película fotoquímica de rápida emulsión13.

Este dualismo que caracteriza al filme (y le otorga su singularidad) apunta directamente a su sistema formal. La noción de puesta en escena lleva implícita la asunción de que toda imagen fílmica es producto de una intervención directa sobre el referente real. Los elementos en campo son siempre significantes escogidos y distribuidos en la escena a partir de un sentido tutor. En este sentido, y a pesar de que al filme que nos ocupa se lo ha vinculado reiteradamente con el realismo, el sistema formal de Surcos se distancia de la transparencia figurativa que sería adscribible a una puesta en escena realista, pues en la película de Nieves Conde opera un riguroso control de la puesta en escena, del montaje y de la dirección de actores. Lo afirmó Montiel (2002, pp. 114-115) con vehemencia: «Surcos cuela como presunto realismo lo que, evidentemente, es ficción discursiva, simbolización ideologizada; se finge crónica cuando es, obviamente, sofisma». Por tanto, lo relevante no se desprende de la necesidad de concretar el sustrato de lo real que persiste en Surcos tras ser sometido al tratamiento ficcionalizador, sino de que la representación en pantalla de determinados hechos y situaciones levante acta de una realidad que el filme reflecta mediante mecanismos ficcionales. Una realidad referencial de sustrato realista formalizada mediante un sistema de signos producto de una elaborada codificación como son los pertenecientes a la ficción noir.

La secuencia en la fábrica reclama poderosamente la atención del analista que se acerca al filme por su violencia enunciativa. El fracaso de Manuel es ya presagiado mediante la diferencia de altura que la cámara adopta para retratar al protagonista y al capataz durante la breve conversación que ambos mantienen al inicio. Si para mostrar a este último la cámara se sitúa junto a Manuel a una altura inferior a la normativa (mostrando, pues, al personaje en un ligero contrapicado), inscribiendo en la imagen la posición vulnerable del primero con respecto al segundo, en el siguiente plano, que muestra el contracampo del anterior, la cámara se sitúa del lado del capataz, pero a una altura pronunciada (de manera que Manuel es retratado mediante un picado) que subraya nuevamente la diferencia de poder existente entre ambos.

Conforme avanza la secuencia, una serie de planos denotan ciertas marcas estilísticas vanguardistas que diríamos tienen su origen en determinadas prácticas vanguardistas cinematográficas (cfr. los planos angulados de obreros desarrollando sus labores, el que muestra a Manuel mirando cómo un compañero, sacia su sed). Incluso podría afirmarse que descienden del maquinismo si no fuera porque el discurso que articula la secuencia, más cerca del tradicionalismo o del conservadurismo tecnológico que de la loa a los avances técnicos, se opone al de aquél.

Mas avancemos en la secuencia para detenernos, a modo de proceder paradigmático de ésta, en el montaje de inspiración soviética cuya violencia enunciativa sacude al espectador. La escala cercana de los planos que se suceden, su progresivamente menor duración y el incremento de la intensidad sonora del ruido producen una intensificación del ritmo que busca generar una sensación incómoda en el espectador para que sea partícipe de la que experimenta el patriarca de los Pérez, malestar explicitado ya mediante la unión sintáctica entre el plano que muestra a un obrero bebiendo y el que retrata la mirada deseante de un sediento Manuel, dotado de una evidente angulación y a normatividad compositiva (el personaje aparece relegado a la esquina inferior derecha de la pantalla). A Nieves Conde le basta con la alternancia binaria de dos planos de reducida escala y progresiva menor duración (un primer plano del personaje y un plano de detalle del hierro incandescente siendo golpeado y modelado, repetidos catorce veces cada uno), en conjunción con una ligera pero notoria angulación de la imagen («plano holandés o aberrante», según la terminología profesional del medio cinematográfico) y el molesto ruido de la banda de sonido (que reclama para sí el primer plano sonoro), para comunicar al espectador la sensación de cansancio y de malestar que tan pesado trabajo acarrea para el protagonista. Esta inscripción en la imagen de lo patémico se hace evidente al suceder a un plano de conjunto de angulación normativa en el que se veía a Manuel trabajando al lado de otros dos peones.

El corte en el montaje nos lleva de esa estampa de conjunto a la dimensión particular (del plano de conjunto pasamos a un primer plano del personaje que lo aísla respecto de sus dos compañeros), perceptible (además de por el dirigismo del dispositivo) por esa angulación de la cámara que «contaminará» también el regreso a una escala mayor de la imagen, que muestra la inevitable conclusión del instante: mareado, Manuel se tambalea por un encuadre angulado hasta desplomarse. La relación causal impone su economía en el relato: consecuencia de lo descrito, el personaje es despedido por el capataz en el plano que sucede a una breve elipsis. No sería descabellado rastrear la inspiración del presente instante en algunas famosas muestras del montaje de la escuela soviética, habida cuenta del abultado interés de Nieves Conde hacia el cine más formalmente arriesgado y vanguardista, sobradamente demostrado durante su etapa como crítico en Pueblo.

La segunda tensión que late en el corazón de Surcos resulta aún más decisiva. Discursivamente, la exposición de los problemas sociales y de la penuria generalizada de la España contemporánea parecen vincular el filme con una voluntad crítica y regeneradora. Sin embargo, Zumalde (1997, pp. 294-296) señaló, con perspicaz lucidez, la paradoja subyacente en un discurso

crítico a un tiempo que conservador por cuanto que en él el medio urbano, convertido en escenario pre-apocalíptico, concita todas las manifestaciones del mal en contraposición a su espacio antónimo que, aunque nunca mostrado, trasciende en el comportamiento del progenitor de los Pérez y que simboliza esa España rural e incorrupta que venció la Cruzada en defensa de la religión y el modus vivendi español. Tampoco conviene pasar por alto las implicaciones políticas que se desprenden de ese siniestro perfil de lo urbano como antítesis de lo rural y que entronca con el hecho de que los medios metropolitanos constituían en aquel preciso momento histórico el inquietante humus en el que germinaba el satánico proletariado consustancial al desarrollismo. Esta inusitada amalgama de crítica y reacción que destila el film y que inequívocamente apunta hacia la moraleja (la ciudad y el campo son incompatibles: la primera pervierte y el segundo, aunque pobre, absuelve), es admirablemente descrita en imágenes.

Tan singular base ideológica (situada en las antípodas del movimiento neorrealista) se encuentra en relación directa con una «línea de pensamiento acorde con el ideario falangista y afín a los valores de la España agraria, vencedora de la Guerra Civil e interesada en la identificación del progreso con todo tipo de perversiones. Sin duda, una ideologización teórica que ofrece soporte a la reacción frente al germen de un desarrollo proletario contemplado como una amenaza» (Heredero, 1993, p. 296).

Al tiempo que constituye un texto introductorio de determinados aspectos temáticos y formales de rutilante modernidad cinematográfica en el panorama cinematográfico nacional, Surcos se asienta sobre una ideología todavía deudora de la fase autárquica, acorde con una sociedad pre-desarrollista. En consecuencia, el relato conduce al enunciatario hacia una toma de postura final conservadora.

7. Conclusiones

Así pues, distintas fuerzas estéticas, formales y argumentales convergen en un mismo cuerpo textual (no sin generar ciertas tensiones) y le otorgan su singularidad e importancia dentro de la historia de nuestro cine, cristalizada en las rupturas e innovaciones temáticas, argumentales y estéticas que Surcos contribuyó a implantar en éste:

–Influencia de modelos estéticos y temáticos foráneos, como el neorrealismo italiano o el cine negro norteamericano, que se fusionan con elementos configuradores provenientes de la tradición española (sainete, costumbrismo).

–Afianzamiento de rasgos característicos de la modernidad cinematográfica en nuestro cine, como el rodaje en exteriores naturales (en clara oposición con la tradición de rodaje en estudio y escenarios acartonados del cine oficialista)14 y el uso del sonido directo.

–Expresivos recursos formales que trasgreden la trasparencia enunciativa clásica, como la serie de cinco planos con raccord en el eje concatenados en el montaje que seleccionan el rostro de Rosario y traducen la atracción que Manolo experimenta hacia el angelical rostro de la joven hija del titiritero.

–Representación de una realidad social y económica que la visión oficial del régimen negaba y ocultaba, por lo que eran desterradas de la pantalla cinematográfica: emigración del campo a la ciudad, pobreza, hacinamiento de las clases populares en viviendas insalubres, hambruna, prostitución, selectividad (estraperlo, robo, asesinato) ... Si bien estas cuestiones habían aparecido en algunos filmes anteriores a Surcos, será en la película de Nieves Conde donde adquieran una importancia medular en la construcción de su discurso disidente. La representación de los problemas sociales a través de las penurias diarias de clases sociales populares constituía, asimismo, una ruptura con respecto al cine español hegemónico y monolítico de los años previos, que, a grandes rasgos, se distanciaba de la realidad política y social de la España de los cuarenta para edificar un imaginario fílmico colonizado por los ideales franquistas y los valores católicos.

Los personajes de Surcos, al igual que los protagonistas del resto de largometrajes de corte social de Nieves Conde, luchan por encontrar un espacio vital, afectivo, doméstico y/o laboral que asegure y satisfaga sus necesidades vitales. La búsqueda de una dignidad personal late en los conflictos dramáticos planteados en este trío de filmes. Por ello, la ubicación de los personajes en el campo visual traduce en términos visuales la integración o marginalidad de los caracteres, amén de los conflictos existentes entre ellos. Así, el centro ocupado por la mesa alrededor de la cual los Pérez se reúnen para comer divide a los familiares entre aquellos que han asumido el código de comportamiento urbano (sentados a la mesa) y los que se resisten a adoptarlo, desterrados de ese núcleo escénico y familiar, denotando su marginalidad.

En el filme predominan los planos de conjunto y generales que ponen a los diversos personajes en contacto directo entre sí y con el espacio en el que habitan; es decir, con el contexto social que los define y, a un mismo tiempo, condiciona. Es ésta una característica formal derivada del sustrato sainetesco que sirve de base a la historia. La herencia de las formas teatrales sainetescas, y del modelo de estilización sainetesco-costumbrista que las reformulaba cinematográficamente, se sustancia en una estructura coral y episódica, la condición social y laboral humilde de los protagonistas, habitantes de barrios populares, y un verismo costumbrista logrado mediante la ambientación y los escenarios escogidos, que representan lugares comunales y públicos (calles, corralas, plazas, bares, rastros), las actitudes gestuales de los personajes y los diálogos cargados de expresiones populares.

A tenor de lo expuesto en nuestro trabajo, podemos concluir que las opciones formales de las que Nieves Conde se sirve para articular el texto fílmico mantienen una coherencia plena con respecto a su discurso. Este sincretismo de elementos temáticos y formales (la complementariedad y sinergia entre expresión y contenido) es una característica definitoria de toda su obra, incluso en los proyectos alimenticios y de encargo que monopolizarán su producción a partir de la década de los sesenta. Se opera así una configuración y articulación del significante encauzada hacia su eficiencia discursiva, al tiempo que un programa formal de meditada disidencia político-ideológica mediante la edificación de una imagen semánticamente cargada para aproximarse críticamente a una realidad social y económica determinada.

8. Bibliografía

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Notas

1 . «La lucha por la ciudad» era el subtítulo promocional que acompañaba al título del filme en la publicidad en medios.

2 . Cabría preguntarse si en el origen de esta nociva representación de la masa proletaria se encuentra La rebelión de las masas (1930) de Ortega y Gasset, cuyas propuestas habían calado entre determinados círculos políticos conservadores (pero también en sectores intelectuales con afán regeneracionista), sirviendo de caldo de cultivo para la ideología falangista. Según apunta Rodríguez Jiménez (2000, p. 28) en «Vieja y nueva política, España invertebrada y La rebelión de las masas, Ortega enlaza con las corrientes elitistas que entonces triunfan entre la burguesía europea que se sentía amenazada por las demandas y la capacidad de movilización del proletariado, y reivindica el gobierno de las «minorías selectas» en contraposición al «imperio imperturbado de las masas»».

3 . Manuel «simboliza esa España rural e incorrupta que venció la Cruzada en defensa de la religión y el modus vivendi español» (Zumalde, 1997, p. 296).

4 . La amante de Don Roque comparte aspiraciones con Tonia: tras regresar del cine de ver una película neorrealista, exclama: «No sé qué gusto encuentran en sacar a la luz la miseria. Con lo bonita que es la vida de los millonarios...»

5 . Ante la visión de las prendas que Don Roque le ha regalado, una envidiosa Pili pregunta a Tonia: «¿A ti qué te ha costado?». «Me ha pedido un beso», responde la muchacha.

6 . Aunque la música sugiera lo contrario con un tono aparentemente alegre, no sabemos si a causa de interpretar el regreso de los Pérez a su tierra natal como un final positivo, el pesimismo de la conclusión del relato resulta evidente.

7 . Hallazgo de puesta en escena que se repetirá en Todos somos necesarios, como veremos.

8 . El director también se sirve de los reencuadres para encauzar la atención del espectador hacia aquello que desea destacar de la imagen.

9 . Existe en el cine español un antecedente en la representación del problema de la emigración: Cuando los ángeles duermen (Ricardo Gascón, 1947), adaptación de la novela homónima de Cecilio Benítez de Castro.

10 . El rodaje en escenarios naturales, posibilitado por los avances en la sensibilidad fotográfica del celuloide y la progresivamente mayor ligereza de los equipos de filmación cinematográficos, preconizaría la que sería práctica inherente al «realismo crítico» que los directores del Nuevo Cine Español elaborarían en los años posteriores.

11 . Como aseveró Deltell (2006, p. 177), «Surcos debe ser entendida en su estética visual como una película del género negro». El mismo autor definió el largometraje de Nieves Conde como «una película de suspense con contenido social».

12 . Pese a lo anómala que la refundición estética de dos modelos tan radicalmente opuestos como el neorrealismo y el cine negro pueda resultar, Surcos no es el primer filme en proponerla: ocho años antes, Luchino Visconti había adaptado la novela de James M. Cain El cartero siempre llama dos veces (The Postman Always Rings Twice, 1934) en Ossessione (1943).

13 . La corriente de cine negro que reflejaba los problemas sociales de EE.UU. que había dado sus seminales pasos mostrando las consecuencias de la crisis generada en 1929 con filmes como You and Me (Fritz Lang, 1938) o La pasión ciega (They Drive by Night, Raoul Walsh, 1940), entre otros.

14 . La película de Nieves Conde prosigue la senda iniciada con Apartado de correos 1001 (Julio Salvador, 1950), Brigada criminal (Ignacio F. Iquino, 1950) o El pasado amenaza (Antonio Román, 1950), rodadas en exteriores naturales de distintas ciudades españolas.